Aquí te dejamos una selección de fragmentos de Travesía Botánica por Chile, publicado este año por Ediciones Libro Verde.
El chagual
«Ahora, mi gran objetivo era encontrar la Puya azul, así que conseguí un guía y un caballo y partí a las montañas. Amarramos los caballos cuando la pendiente fue demasiada y seguimos a pie directo hacia las nubes; eran tan densas que en un momento no podía ver ni un metro hacia adelante, pero no me iba a rendir, y al final fui recompensada por la disipación de las nieblas; y, justo sobre mi cabeza, un gran grupo de las flores más nobles, sobresaliendo como fantasmas en un principio, comenzaron a aparecer con toda la belleza de su color y forma en cada etapa de crecimiento; mientras más allá de ellas brillaba la cima de una montaña nevada a lo lejos, llegué a un nuevo mundo de maravillas, con el cielo azul sobre mí y una masa de nubes como mantas de algodón de lana a mis pies, escondiendo el valle que había dejado atrás. Algunos de los grupos tenían veinticinco tallos de flores surgiendo de la masa de hojas rizadas y plateadas; alrededor de sesenta ramitas estaban ordenadas en espiral alrededor del tallo central, cada una de treinta centímetros de largo y cubiertas con brotes envueltos en brácteas del color de la carne, abiertas en círculos sucesivos, que comenzaban desde la base. Los tres pétalos de la flor son, al principio, del azul turquesa más puro, luego se vuelven más oscuros, una mezcla de verde arsénico y azul prusiano; al tercer día, eran de un verde más grisáceo, tras lo cual se enrollan en tres virutas carmín, y un nuevo círculo de flores toma su lugar por afuera, de modo que mientras más tiempo la planta haya estado en floración, más grande se vuelve su cabeza; y cuando las puntas de las espigas o ramitas por fin florecen, gradualmente la planta pierde la perfección de su forma y parece desaliñada y poco respetable. Sus estambres anaranjados relucen como el oro por encima del verde azulado de sus pétalos.»
Visita a Quilpué
Una visita a una buena familia inglesa en Quilpué, más cerca de la costa, me complació mucho más. Me llevaron a expediciones en una carreta de bueyes que estaba cubierta por una bandera de la unión (muy alegre, pero desafiante a los ojos bajo el sol chileno). Se acomodaron un colchón y almohadas para que yo me sentara en ellos, así como canastas con provisiones y muchos niños, con su madre y su padre, un maravilloso joven de ochenta y siete años (creo), que estaba interesado en todo y leía el Nineenth Century con regularidad. El padre y las dos hijas mayores estaban condenados a vivir en Tocopilla, un lugar que carecía absolutamente de árboles y plantas, sin tierra ni agua; cada gota debía enviarse por mar o destilarse del océano salado. El salitre era la tentación y debido a esto se habían amasado grandes fortunas.
[…] Nuestras expediciones desde Quilpué generalmente se hacían a alguna quebrada o valle angosto desgastado por un arroyo que atravesaba la tierra rocosa y seca desde arriba, en la cual encontrábamos muchos árboles de hoja perenne y algunas pocas flores: el litre, que tiene la misma mala reputación que el árbol de upas, debida, creo, a un insecto o plaga casi invisible que lo infesta, y que causa gran irritación a la piel cuando este cae sobre cualquiera que esté debajo de él; el quillay (Quillaja saponaria), cuya corteza se utiliza para lavar lino; y el boldo, que brinda la sombra más sólida, y es dulce como nuestro laurel. Todos estos árboles tenían curiosos nidos en sus ramas, y los niños son los mejores compañeros para encontrar nidos. Un arbusto llamado Lobelia salicifolia, con racimos de flores rojizas-anaranjadas, era el lugar favorito del gran picaflor chileno.
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